29 junio, 2021
Cuando a Ingrid Betancourt la secuestró la entonces activa guerrilla de las FARC, en 2002, rumbo a San Vicente del Caguán, a hacer proselitismo político en nombre del entonces llamado partido Verde Oxígeno, era la política más popular del país. Había sido elegida representante a la Cámara, luego de una campaña muy original en la cual repartía condones en las esquinas, y se hizo célebre por su lucha contra la corrupción.
Luego fue elegida senadora, y fue brillante expositora y denunciante del sonado y polémico proceso 8.000 contra el expresidente Ernesto Samper por haber recibido dinero del Cartel de Cali en su campaña presidencial. En la cúspide de su carrera, renunció en el 2001 al Senado para aspirar a ser candidata presidencial en las elecciones de 2002, que, como ya sabemos, tristemente ganó Álvaro Uribe Vélez.
Fue precisamente en esa campaña presidencial, cuando se la llevaron las FARC. Durante los 6 años, 4 meses y 9 días exactos que duró su cautiverio, Colombia sufrió con ella.
Pero muchos, sin embargo, la culpaban de que no atendió la advertencia de las autoridades de que abortara la visita al Caguán, porque no podían garantizarle su seguridad, ya que el territorio estaba tomado por las FARC. Rescatada luego mediante la genial “Operación Jaque”, el país se reconcilió con ella. Se le reconocía, con admiración total, tanta valentía en medio de su odisea por la libertad.
Menuda, valiente y llena de fuerzas, a pesar de que era visible el esfuerzo sobrehumano para no caer en pedazos ante sus antiguos captores, se vio a Ingrid Betancourt en su regreso a Colombia, luego de estar radicada en Francia, a escuchar a sus otrora victimarios y a decirles tantas verdades, que nos obligan a entender que el camino de la reconciliación en Colombia, está aún lejos y necesitamos avanzar de una manera más honesta y decidida.
Solo después de pasados 13 años desde su liberación, Ingrid los escuchó atentamente, en sus discursos políticos, para nada arrepentidos, con pocas excepciones emocionales, como si no se tratase de seres humanos sino de máquinas, o, como diría el ministro de defensa, esta vez sí de manera acertada, “máquinas de guerra”. Y se los hizo ver de cara al país que se conectó virtualmente para ser testigo de un acto inimaginable, hay que reconocerlo, sin el Acuerdo de Paz con las FARC del que surgió, además de la Jurisdicción Especial para la Paz, la Comisión de la Verdad.
La expectativa, desde que se anunció el encuentro y durante su realización, era inmensa. Por primera vez, algunas víctimas del horror y el infierno del secuestro de las FARC, se encontraban cara a cara con sus victimarios tras haber sufrido los vejámenes de estar encadenadas en la selva.
Íngrid Betancourt, sobre quien estaban puestos todos los ojos, quería escuchar palabras de arrepentimiento y, sobre todo, de perdón de sus captores, pero nunca llegaron; se encontró más bien con un discurso político, por supuesto en favor del Acuerdo de Paz, que con un acto de contrición.
Aunque para los integrantes de las extintas FARC, hoy militantes del partido Comunes, el encuentro tampoco fue fácil, y la colombo-francesa reconoció el esfuerzo del grupo armado por desmovilizarse, entregar las armas y retornar a la vida civil, los excomandantes no tuvieron la capacidad emocional para conectarse con las víctimas.
Rodrigo Londoño, alias Timochenko, Pastor Alape y Carlos Antonio Lozada, entre otros excomandantes, se quedaron cortos ante la expectativa y se excusaron en que pedirán perdón cuando dijeron, con total descaro, “lo sientan sincero y necesario y no solo para que aparezca registrado en la prensa”.
“Si ustedes quieren llegarle al pueblo colombiano, no se le llega con discursos políticos, sino tocándoles con el corazón. Debe ser un diálogo desde las entrañas y dejando de lado la política y la ideología”, reconoció el propio Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, quien propició la reunión.
Los entonces comandantes, han vivido un aprendizaje lento, no han logrado salir de su eterna justificación, de volver una y otra vez a pedir que sus crímenes se miren en contexto, cuando no hay contexto posible al recordar, entre otras, la imagen de Gilberto Echeverri y cientos más rogando de rodillas que les perdonaran la vida.
El aprendizaje de entregar las armas para hacer política, ha ido dándose paso a paso, pero sin desnudar el alma ante sí mismos y llorar su propia degeneración, que es lo más importante para que la sociedad termine de aceptarlos y, algún día, perdonarlos.
La imagen, fruto del encuentro, era inédita, algo nunca antes visto. En un costado, las víctimas: Íngrid Betancourt, el diputado Armando Acuña, Diana Daza, Ángela Cordón, Helmuth Angulo, Carlos Cortés y el ganadero Roberto Lacouture, todos conmovidos durante las más de cinco horas que duró el encuentro.
La solidaridad entre ellos fue el bálsamo ante la indiferencia de los exguerrilleros. Cada relato, historia y lágrima los sintieron como suyos, y sus mentes, según reconocieron varios asistentes en entrevista con la Revista Semana, se transportaron de inmediato a la manigua, a las cadenas apretadas con las que estuvieron presos y al olor de la selva.
Del otro lado, los excomandantes, cruzados de piernas, algunos tomando apuntes, ni se inmutaron. Era como si no se les hablara a ellos. Incluso, el presidente de la JEP, el magistrado Eduardo Cifuentes, lloró ante los relatos, pero entre los ex-FARC, reinaba la frialdad. “Para ellos era un acto como cualquier otro, no vi ninguna emoción espontánea”, resumió Ingrid Betancourt, claramente incómoda e indignada por lo ocurrido. Y no es para menos.
“Algún día, tendremos que llorar todos juntos. Me sorprende que nosotros, de este lado del escenario, estemos todos llorando y, del otro lado, de parte de ustedes no ha habido una sola lágrima”, dijo la ex congresista, quien ha defendido el Acuerdo de Paz, pero ha mantenido sus críticas con los exguerrilleros desde que envió la carta a la JEP en la que pidió la pena máxima contra sus captores, que no se dará mal que nos pese a los que queremos verlos en la cárcel y no legislando, sin ningún apoyo popular, en el Senado.
Betancourt, además de ser una de las víctimas más icónicas de este horrible flagelo de la guerra, es una teóloga que se aferró a su religión para conseguir el perdón, pero no el olvido, y por eso lo importante de su relato. El miércoles, por primera vez, y teniéndolos a escasos metros de distancia, escuchó a quienes ordenaron secuestrarla y amarrarla. Y, como no se le había visto nunca, destapó todos sus sentimientos hacia ellos.
Se notaba que hablaba desde lo profundo de su corazón, hacía pausas, lloraba y anotaba atenta cada uno de los discursos de los excombatientes, como se evidenció cuando habló. “¿Dónde están los recursos del narcotráfico que ustedes acumularon durante los años de guerra? Esos son los que tienen que ir a reparar a las víctimas”, le reclamó a Timochenko.
Carlos Antonio Lozada, por su parte, fue el más político en su discurso. Sus palabras fueron frías, repetidas, distantes de las víctimas, quienes no vieron en él un verdadero arrepentimiento. Parecían más las de un candidato político, como lo dijo la propia Betancourt.
Ingrid, cree que Lozada, uno de los grandes responsables de lo ocurrido en las FARC, tuvo la oportunidad perfecta para decir algo desde el alma, desde su corazón, pero, al contrario, se mostró a la defensiva y aseguró que ese no era el fin del evento.
Lo paradójico, es que el encuentro, organizado por la Comisión de la Verdad, se llamó “Verdades que liberen: reconocimiento de responsabilidades de secuestro por parte de FARC”, un pomposo título que no supieron honrar quienes estaban llamados, además de pedir perdón, a contar la verdad no revelada de lo que pasó en los funestos años del conflicto.
Los excombatientes guerrilleros, deben valorar que prácticamente tienen garantizado el perdón judicial, aunque en manos de la JEP está su castigo, pero no el del país que sigue dividido por ellos. La dureza de Lozada lo hace seguir viendo como un hombre de la guerra no de paz. La herida sigue sangrante y en los territorios donde aparecen descuartizados jóvenes, amputados hombres, usados campesinos para el narcotráfico, y el conflicto se toma las calles en forma de protesta y también de vandalismo, sus discursos pueden hacer una diferencia.
Con el pasar de los años, Ingrid Betancourt se ha mostrado profundamente madura, reflexiva, conciliadora, y por ningún lado se le asoma el síndrome de Estocolmo, el trastorno psicológico temporal que aparece en la persona que, como Ingrid, ha sido secuestrada y que consiste en mostrarse comprensivo y benevolente con la conducta de los secuestradores.
Reclama para sus verdugos una condena que, aunque está pactada en el Acuerdo de Paz no será cárcel, ella aspira a que por lo menos no se las hagan cumplir sembrando árboles.
Una verdadera amiga y amante de la paz, demostró ser Ingrid Betancourt, quien habló desde su corazón en el pedestal de la verdad. Ella, con su valiente reclamo, y sobre todo con su heroica forma de afrontar su papel de víctima, nos enseña que tenemos que escucharnos, como sociedad, para darle a la paz tantas oportunidades como sea necesario.
La columna escrita por Daniel González Monery no representa la línea editorial del medio
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